viernes, 9 de mayo de 2014

EL INSTANTE (III)

Sonaba el teléfono que dormía minutos antes a su lado, en el sillón. Berreaba como un niño insolente encaprichado en una tienda de golosinas. Gritaba sin parar y no cejaba en el intento de hacerse notar y de que lo descolgaran. Bueno, descolgar era antes, cuando la baquelita formaba parte de nuestras vidas en forma de receptor y el chirriar de la rueda acompañaba al giro de muñeca extendida hasta el dedo índice. Ahora debía desplazar su dedo, acariciando la pantalla y ni siquiera ese indirecto gesto de ternura estaba dispuesta a realizar.
Al fin se calló. Se dio cuenta de que sudaba y que se había puesto nerviosa. El corazón le latía fuerte y el sonido de llamada lo tenía clavado en la sien. Tendría que cambiarlo, no podría soportarlo nunca más. Mandaría luego un mensaje y le diría que lo tenía en modo silencio y no lo había visto o que en ese momento estaba ocupada y no le podía contestar. La mentira como recurso escénico. Pánico escénico.
Benditos teléfonos con identificador de llamada. Antes existían dos opciones, ignorar la llamada y quedarte con la intriga de quién había llamado, o arriesgarte a cogerle a un vendedor, a quien odias o a quien estabas esperando desde hacía siglos. La ruleta rusa de la comunicación. Ahora sabes a quien estas dejando de lado.
El teléfono volvió a sonar y volvía a ser él. Estaba intentando posponer lo irremediable, se estaba complicando todo demasiado. No tenía ningún correo electrónico que mandar. Se había puesto demasiado nerviosa para escribir. Y el teléfono seguía vociferante e insistente. Ni siquiera había sido capaz de silenciarlo. Se estaba quedando sin reflejos, estaba dejando de ser ella misma.
Enfurecida por su falta de reacción deslizó el dedo. Contestó con un cierto regusto de agresividad que siempre podía confundirse con la prisa por coger el móvil cuando éste se pone a bucear al fondo del bolso y se esconde por los rincones. "¡Dime!" Era casi una manera de interpelar. Sonó raro. Tampoco se parecía demasiado a su voz.
Él quería tomar  un café y ella no tenía excusas a mano. Tendría que decirle mirándole a los ojos que no quería volver a verle, que no buscaba más en esa relación, que no le gustaba a dónde les dirigían los pasos. Odiaba la confrontación y seguro que pediría explicaciones que no podría darle porque simplemente ella no estaba dispuesta a seguir.
Aceptó el café, poco más de media hora de margen. Le daba tiempo a peinarse, a fumarse un paquete de tabaco y a intentar conseguir que los nervios le dejaran de afectar. No tenía lógica, iba a hacer justo lo que ella quería, de otra manera, pero iba hacia donde ella quería ir. No sabía como lo iba a afrontar. Tendría que improvisar. La decisión estaba tomada, sólo había cambiado la manera en la que comenzar a andar.

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